La primera vez que sentí el sabor del humo del cigarro
tendría 5 años de edad. Por aquel tiempo vivía en casa de mis abuelos maternos,
donde también vivían mi prima, 10 años mayor, y sus madre. No recuerdo si yo
quería hacer todo lo que hacía mi prima, pero sí recuerdo que era una especie
de hermana mayor, que solía incluirme en algunas de sus actividades, como
cuando un galán que le no le interesaba la invitaba a salir.
Entre todos ellos, que tampoco eran muchos, estaba Charly,
un gordito que a mí me caía a toda madre pero que nunca tuvo oportunidad con mi
prima. Sin embargo, fue con él con quien ella quiso aprender a fumar.
"No le digas nada mi mamá, enano", fue la frase
clave que me indicó que lo que estaba haciendo mi prima era un secreto, algo
que seguramente podría llevarla a se castigada. No recuerdo si yo solía querer
hacer lo mismo que mi prima, supongo que no, pero en cambio tengo clarísimo que
mi respuesta fue: "Sale, pero también quiero fumar". De ese día en
adelante, cada vez que salíamos con Charly mi prima fumaba un par de
cigarrillos y yo le daba unas probadas. Obviamente no inhalaba el humo,
únicamente lo contenía en la boca, disfrutando el sabor...
Tres o cuatro años más tarde, cuando vivíamos en Aguascalientes,
algunos días de unas vacaciones de verano mi madre me llevó a la incubadora
avícola donde trabajaba una de sus alumnas de inglés. Ella tenía una hermana o
sobrina más grande que yo por unos años. Yo era un niño aún y ella entraba en
la pubertad. Entre juegos y pláticas lejos de la gente, un día los dos nos
confesamos haber "fumado". Y ahí, en algo que ahora descubro como una
especie de escarceo romántico, decidimos volver a fumar. La diferencia, en esa
ocasión, fueron algunos intentos accidentales por inhalar el humo.
Luego de eso, nada, e incluso llegué a odiar que algunos
familiares fumaran. Recuerdo en particular, del lado de la familia de mi padre,
negarme a llevar una cajetilla de la tienda a alguno de mis tíos o a mi abuelo.
Recuerdo también haber pensado que era una bobada gastar cantidades ingentes de
dinero en un vicio sin chiste.
Y así fue hasta el momento de ingresar a la preparatoria.
Ahí sí comencé a fumar. Recuerdo que al principio, con uno de mis mejores
amigos hasta el día hoy, compraba cigarrillos que tampoco aspirábamos, hasta
que un día decidimos fumar de verdad. Y así se nos fueron muchas horas.
Después vendría la primera borrachera, también con ese buen
amigo. Y así pasamos también largas horas. Creo que durante un par de años mis
actividades de interés se redujeron a tocar la guitarra, beber y fumar. Y vaya
que las dos últimas las disfrutaba como nunca antes había disfrutado algo.
Hasta hoy no sé explicar si lo que me gustaba del tabaco era
la sensación de estar anestesiado, o el mareo luego de fumar un cigarro tras
otro, o el sabor conocido en la infancia que tanto me había agradado, o buscar
algo que formara parte de mi supuesta personalidad, o qué demonios... Tampoco
sé explicar si era desinhibición, la sensación de mareo o cierta facilidad para
hacer amigos lo que me agradaba del alcohol... Lo único cierto es que durante
años gasté una cantidad ingente de dinero en un vicio que hoy me parece vacío y
sin chiste.
Pero entonces no era así. Cada cantidad de dinero que conseguí
se desvanecía en forma de cajetillas. Benson, Dunhill, Gratos y Viceroy eran
mis marcas predilectas. Puedo asegurar sin temor a equivocarme que probé cerca
de 100% de la oferta de cigarrillos que se produjeron en México entre 1996 y
2003. Y de toda esa oferta, mis favoritos entre todos eran los Viceroy rojos de
cajetilla suave, más largos que los de cajetilla dura y con un sabor muy
particular que no volví a percibir en ninguna otra marca: no era el sabor
fuerte a quemado, sino que dejaba un ligero toque como de hierba, como de
tabaco más fresco. A esa marca le dejé sin pena ni gloria más de la mitad del
dinero que me daban mis padres y el que ganaba en trabajos eventuales.
La etapa de mayor consumo fue entre 1998 y 2001. Entre esos
años mi consumo regular era de una cajetilla diaria. Y hubo temporadas de meses
en que alcanzaba a fumar dos paquetes al día. Era joven, no tenía idea qué
hacer con mi vida, tenía mucho tiempo libre y me sentía muy pinche bohemio.
Además, ingresé a una escuela de "escritores" donde no sólo se
permitía fumar en el salón de clases, sino que incluso te proporcionaban los
ceniceros. Vaya pretensión la de los intelectuales de este país, pienso ahora.
Pero en ese entonces lo disfrutaba. No tanto las clases, porque era muy
estúpido como para darme cuenta que era parte de mi futuro lo que estaba en
juego, pero vamos, tampoco me arrepiento demasiado; no, lo que disfrutaba era
esa supuesta libertad de poder fumar, de hacer eso tan de mí que era quemar
cigarrillos sin parar, en cualquier momento y en cualquier lugar. Y es que
eventualmente hasta mis padres aceptaron mi vicio...
Fumaba al despertar, luego de comer, al salir a la calle,
antes de conciliar el sueño, entre clases, al salir del metro, mientras estaba
con la novia (conseguí una par que adoraban que fumara, no sé por qué), con
cerveza, con café... y sobre todo cuando necesitaba concentrarme en algo.
Un día sin más decidí dejar de hacerlo. Entre 2002 y 2003.
Recuerdo el malestar del primer intento. La sensación de cansancio. La falta de
algo al salir a la calle o antes de dormir, algo para calmarme antes de algún
examen en la universidad o previo a una actividad que me pusiera nervioso, algo
para concentrarme al estudiar o al escribir. Esos eran los momentos en que
realmente necesitaba de un cigarrillo. Y sin embargo lo dejé; tres meses, por
lo menos, yo diría que seis (siempre me prometí llevar el conteo y nunca lo
hice).
Después volví a fumar. Nunca con tanta intensidad, y en los
años siguientes el consumo llegó a espaciarse por periodos de meses. Eso sí, en
fiestas o bares, invariablemente, tenía que fumar. Eso no me lo quitaba. Y
únicamente recaí en ciertos momentos de crisis emocional, nada más.
Hace un año asistí al concierto que Duncan Dhu dio en la
ciudad de México. Fui con mi novia y dos grandes amigos. Estaba emocionado, me
sentía de alguna forma feliz... Aunque adentro había un desastre natural de
sentimientos: la sensación de no haber hecho nada de mi vida, la molestia por
sentirme estancado en todos los apartados de mi vida, la tristeza profunda por
la enfermedad incurable y progresiva que recientemente le habían diagnosticado
a mi perro. Y sin embargo, durante casi dos horas de concierto en que no
exorcicé ninguno de esos sentimientos, algo cambió y se me hicieron más llevaderos.
Cuando regresé a casa, entrada la noche, en ese departamento
al límite de la ciudad, en un cerro que ya no habito, simplemente quise subir
por mi perro y llevarlo a caminar un poco. Comenzaba a lloviznar. De camino
compré un cigarrillo: un marlboro o un camel (las marcas más vendidas, nunca
mis favoritas). Prendí un cigarrillo y aspiré a profundidad mientras miraba el
cielo seminublado, húmedo y teñido por la luna. Fumé, aspiré tan profundamente
como pude una y otra vez. Aspiré también mi tristeza, mi miedo ante la
incertidumbre que parece siempre rodear mi vida, y decidí que al menos una
certeza podría darme: no volver a probar un cigarrillo nunca más.
No recuerdo otra cosa. No recuerdo qué más pensé ni cómo
apagué el cigarrillo. Recuerdo apenas lo que dije; y haber llorado.