jueves, 13 de mayo de 2010

300. Calma en movimiento

Hace poco más de un mes que no escribo en este espacio. Las entradas de ese tiempo, que es cercano pero me resulta lejano, comentaban primordialmente cuestiones relacionadas a la situación de mi salud, cada vez más degradada. Cuando comenzaba a recuperarme, cuando pensé que todo volvía a tomar rumbo, un accidente grave me sorprendió. Por buena suerte el accidente no fue fatal. La diosa Fortuna volvió a sonreírme, eso que desconozco pero llamo Dios o energía universal decidió no deshacerse de mi parte material. Días después un amigo me explicó lo que pudo haber pasado si el golpe del microbús hubiera caido diez centímetros adelante, diez centímetros atrás, o con un poco más de aceleración. Los días siguientes no sabía si decir que tuve mala suerte de que el costado izquierdo de mi auto quedase destrozado, o si decir que tuve buena suerte de salir únicamente con una lesión leve, sin roturas ni fracturas. Ahora por instantes me lamento por mi auto y por lo costosa que resultará la compostura, pero también sonrío al pensar que la experiencia es una más que puedo contar.

En días previos al accidente comencé a leer un libro de Norbert Elias, "La soledad de los moribundos", que en parte tiene la idea de traer a conciencia que la muerte es sólo una etapa más de la vida. Varios párrafos del libro me resultaron iluminadores e interesantes, y espero en próximos días poder compartirlos aquí. No fue fácil retomar la lectura, sobre todo por el tema, después de haber tenido el accidente.

Apenas comenzaba a clarear el día. Salí deprisa pues en teoría una compañera de trabajo me esperaba en el punto acordado para acompañarnos en el camino a la oficina. Puse el único disco de Orishas que tengo en el autoestereo. Buscaba una canción que pudiera agradar no sólo a mí. En el cruce de la calle Zempoala con Eje 6 sur me enfrenté a la luz roja. Me coloqué el cinturón de seguridad. A esa hora de la mañana el sentido del flujo vial es inverso al del resto del día, y sólo se conserva un carril en contraflujo para transporte público. Miré la avenida y sólo había un taxi que más bien parecía aguardar por alguien. Apenas cambió la luz avancé. No recuerdo si fue un claxón o un rechinar de llantas. Sólo recuerdo volver la vista a la izquierda y ver cómo se acercaba la parte delantera de un microbús, dos débiles luces en los faros. Recuerdo haber levantado mi mano derecha, como queriéndo detener el metal que me amenazaba. Recuerdo una sacudida y el auto apagándose. Después la pregunta: ¿Y ahora qué hago? Enseguida vino el compañero del conductor a preguntar cómo estaba. Lo que siguió no vale la pena contarlo con mayor detalle: estacionar el auto, correr para evitar que el microbús huyera, evitar la estafa que querían hacer, dejar todo por la paz, cada quien lo suyo con tal de seguir adelante...

En el momento del accidente no pasó mi vida ante mis ojos. No fue como aquella ocasión, narrada aquí, en que el mal pavimento hizo girar el mismo auto, semanas antes del accidente, cuando no tuve control del vehículo, cuando sentí la vulnerabilidad de no tener control de mi cuerpo, la vulnerabilidad de la vida misma. Ahora no pensé en nada ni nadie. Mi única reacción fue levantar la mano derecha. Minutos después sentí el calor en el cuello. Más tarde el raspón que también en mi cuello dejó uno de los vidrios. Horas, quizá días más tarde sí que pensé. Pensé en mi familia y en mis amigos, la gente que quiero. Pensé en mis mascotas. Pero lo que más me perturbó, lo que ha venido dándole vueltas a mi cabeza incluso hasta ahora fueron dos cosas: los libros que no he escrito y mi hijo nonato. Sobre todo él, que ni siquiera ha sido concebido aún. Pensé en el chiquillo que ya no habría de nacer, en los lugares que no habría de mostrarle, en los conocimientos que ya no compartiría, en las experiencias que me harían falta como siendo hijo me hicieron falta pero quería vivir al menos desde esa otra altura.

También me di cuenta que mis esfuerzos por pasar de la palabra a los actos no han sido suficientes. El mismo amigo que calculó los daños de los que me salvé por centímetros me comentó que él ha hecho lo que ha querido: "Si me muero cualquier día estoy tranquilo". Yo pensé que difícilmente podría decir algo así. Si bien he realizado muchas cosas que he querido, si bien he avanzado en la consecución de ser el humano que quiero ser, se me hizo evidente lo mucho que he dejado a un lado o inconcluso.

Podría decir que no lo haré más, pero sé que los cambios para que duren no han de ser abruptos. Más que nada creo que ha sido una llamada de atención, un resplandor para sacarme de la situación en la cual ya me estaba acomodando, y un bofetón para dejar actitudes y pensamientos que no hacen sino envenenar a uno mismo.

Si bien antes sabía que un día voy a morir, nunca como ahora he sido consciente de ello cada día. Nunca como antes esa conciencia ha desatado una pelea entre el miedo y la serenidad que antes venía a ganar la indiferencia. Tengo miedo, pero apenas reacciono en que el segundo que viví ya se fue, la serenidad se apodera de mí y sigo respirando sin miedo de por medio.

También, y quizá más importante, he sido más consciente de los logros que he tenido y mi sonrisa surge cuando veo que una de mis principales metas, encontrar el amor, está siendo realizada. He descubierto que ya no tengo que postergar lo demás y, aunque nada me tiene garantizado que alcanzaré mis metas y realizaré mis proyectos (mi hijo nonato sigue sin existir en el plano material y mis libros no escritos aguardan tras mi lapicero), al menos hoy me muevo con calma, no me detengo, y cada día trato de rememorar lo irrepetible de los instantes, las sonrisas que me llenan y las hojas que pasan volando.

Soy feliz.