martes, 29 de enero de 2013

El horóscopo que llega a diario a mi correo pronosticó que hoy sería un buen día, alegre. Me imagino que al decir alegre uno podría imaginar varias opciones. Yo recuerdo un día calido, con sol no quemante, un edificio de una planta con un gran patio y paredes de color verde. Alguna vez, de niño, estuve ahí. Ya no más. Ayer tuve ganas de leer, de retomar la lectura de Daytripper, aquella novela gráfica que dejé un día porque sentí que me rompían el corazón. Romper el corazón. Vaya, no sé si sea eso. Yo, en lo personal, siento las cosas más bien en todo el cuerpo. Y mucho en la cabeza. Pienso demasiado. Y pensando anoche, recordé que dejar esa novela no fue lo primero que dejé, alguna vez, a razón de algún momento difícil en mis relaciones interpersonales. Digo interpersonales porque no todo se trata del amor de pareja. Y así vinieron a mi mente otras cosas, como las clases de aikido, como el estudio de otra carrera, como algunas tardes a solas, la música estridente como una mera catarsis inmediata, como el gusto ahora ya recuperado por el futbol, entre otras más. Y pensé que debería de recuperar algunas de esas cosas. Las esenciales. Y sobre todo las que estoy en condiciones de recuperar. O aquellas que pueden volver en una forma distinta. Porque me queda claro que parte de la vida se convierte en recuerdos, y es mejor cuando los nuevos sucesos revisten la felicidad suficiente como para que los recuerdos no se conviertan en añoranzas, como un patio y paredes verdes, a la luz de un sol cálido, que no quema. Anoche recordé igual la canción Day Tripper, y también We can work it out, la otra pieza que acompañó a ese sencillo cuando vio luz pública muchos años antes de que yo naciera. Y aunque para escribir esto escuché piezas más bien melancólicas, me parece mejor dejar a los Beatles.


miércoles, 16 de enero de 2013

Enganche #2

–Sólo ahora descubro en mí algo parecido a una memoria activa –dije–, mientras que antes sólo tenía memoria pasiva. Sin embargo, al utilizar la memoria, no pretendo recordar lo vivido en su totalidad, sino únicamente no dejar marchitarse, como fantasías, las primeras pequeñas esperanzas que sentí entonces. De niños, por ejemplo, siempre enterraba cosas, y tenía la esperanza de que cuando las desenterrase se habrían convertido en un tesoro. Ahora no veo ya en ello un juego infantil como antes, cuando todavía me avergonzaba de hacerlo, y lo recuerdo deliberadamente, para convencerme a mí mismo de que la incapacidad para ver las cosas de otra forma y cambiarlas no es natural en mí, sino sólo estupidez o una indignación puramente exterior. Esto me resulta aún más evidente cuando recuerdo con cuánta frecuencia jugaba a ser mago. No quería tanto hacer algo de la nada o transformar una cosa en otra como transformarme a mí mismo. Hacía girar un anillo o me acurrucaba bajo una manta, y decía que iba a desaparecer. Naturalmente, resultaba ridículo cuando levantaban la manta y yo estaba todavía allí, pero para el recuerdo era más importante el breve instante en que creía verdaderamente no estar ya allí. Y ese sentimiento no lo interpreto ya ahora como un deseo de desparecer del mundo, sino como alegría ante un porvenir en el que ya no sería el que entonces era. Por eso me digo todos los días que soy un día más viejo y que debe notárseme. Me he vuelto verdaderamente ansioso de que pase el tiempo y pueda envejecer.
   –Y morir... –dijo Claire.
   –En mi muerte no pienso apenas –dije.

Peter Handke, Carta breve para un largo adiós, Alianza, pp. 81-82.

martes, 15 de enero de 2013

Anzuelo #2

Miré a lo lejos, tan lejos como podía, y contemplé una iglesia, todavía oculta por el polvo de una fábrica de algodón; según el plano de la ciudad, debía de ser baptista. «La carta ha tardado mucho –dije–. ¿Se habrá muerto entretanto?» Una vez, en una gran cima rocosa, había buscado a mi madre al caer la tarde. De vez en cuando mi madre se ponía melancólica, y yo pensaba que si no se había arrojado al vacío simplemente se habría dejado caer. Yo estaba de pie sobre la roca y miraba hacia abajo, al pueblo, donde empezaba a anochecer. No vi nada especial, pero unas mujeres que estaban juntas, con los bolsos de la compra en el suelo, como si se hubieran llevado un susto y a las que se unió todavía alguna más, hicieron que volviese a buscar jirones de ropa en los salientes rocosos. No podía abrir la boca porque el aire me hacía daño: el miedo había hecho que todo se hundiera profundamente a mi alrededor. Entonces se encendieron las luces del pueblo y algunos coches comenzaron a circular con los faros encendidos. Allí arriba, en las rocas, reinaba un gran silencio y sólo los grillos seguían cantando. Me sentí cada vez más abatido. Se encendieron también las luces de la gasolinera de la entrada del pueblo. Sin embargo, ¡todavía no era de noche! Las gentes andaban más aprisa por la calle. Mientras daba unos pasos por la cima observé que alguien se movía entre ellas muy despacio y reconocí a mi madre, que en los últimos tiempos lo hacía todo muy lentamente. Tampoco atravesaba las calles por el camino más corto, como antes, sino que las cruzaba en una larga diagonal.

Peter Handke, Carta breve para un largo adiós, Alianza, pp. 17-18.

miércoles, 9 de enero de 2013

Noctámbulo

Hace muchos años, no sé cuántos ni dónde, vi una pintura que de inmediato entró a ser de mis favoritas. La vi. La contemplé durante un tiempo que no recuerdo. Mi espíritu se fue a vagar por las evocaciones provocadas por tal imagen. Y después seguí mi camino. No apunté el nombre porque no había registro. Llegó y yo me fui, y la imagen y sus evocaciones se quedaron aunque apenas lo noté. 

Hace unos días un amigo me compartió un cuento de Tobías Wolff, a quien desde hace años pretendía leer, aunque sin mucho empeño. El cuento es una pequeña maravilla y lo pueden leer acá. En ese sitio web aparece ilustrado con aquel cuadro que miré hace muchos años: Nighthawks, de Edward Hopper. Ahora entiendo un poco más la fascinación que me causó. Además de mi vocación de noctámbulo, quizá ahí ya preveía yo el futuro de lo que serían parte de mis intenciones en esta vida: ser un poco ese hombre acompañado por una mujer, ser un poco ese hombre solitario en la esquina de la barra. Curiosamente poco reparé en ese empleado que puede o no imaginar las historias de las demás personas; quizá el más cercano. Es sencillo: uno puede vivir solo o acompañado, y a mí me ha tocado vivir acompañado pero siempre más bien un poco solo.

Y quizás, también, tal vez, ahí mismo está el principio de mi predilección por ciertas historias que me resultan gozosas, como el cuento de Wolff, o como los cuentos de Hemingway y los de Carver, habitados en ocasiones por personas similares a las de este cuadro.




miércoles, 2 de enero de 2013

Final de año, inicio de año

El año pasado no hice gran cosa. Al menos eso fue lo primero que pensé durante el 31 de diciembre, cuando a lo largo del día procuré rememorar el año que se iba. Creo que 2012 debería ser el año que recordaría por haber ido, por fin, a un concierto de Pulp, que además fue uno de los mejores de mi vida. De hecho, 2012 fue bueno en cuanto a conciertos. No recuerdo si fui a más de dos, pero al menos el de Pulp y el de Antony entraron directamente entre los mejores que he vivido. Sí, eso debería recordar, por lo menos, al pensar en el año pasado, pero no ocurrió sino hasta que el recuento del año avanzaba en mi cabeza.

En cambio, lo primero que pensé fue que por alguna razón lo único que tenía cierta forma eran los últimos meses. No me acuerdo si leí algo entre enero y octubre, pero tengo muy en claro que a inicios de noviembre leí un libro de Horacio Castellanos Moya que me hizo pensar en el futuro que aún me rehuye, que me recordó a mí mismo, con mi rechazo hacia el país donde he nacido y todavía subsisto, y hacia su terrible gente. Recuerdo que después leí un luminoso libro de Peter Handke, seguido de la primera novela de Georges Simenon donde aparece Maigret. Por alguna razón pienso que leí cuatro libros, pero al parecer fueron sólo tres. Claro, apenas en la última semana del año leí un libro de cuentos de Juan Pablo Roncone, que me devolvió un poco de algo que siempre está muriendo. También, en los meses anteriores y difuminados, releí parte de algún libro sobre los escritores beat.

Más o menos desde abril, justo desde ese día del concierto del Pulp, puede ser que mi ánimo no haya sido el mejor. El primero de varios intentos de rompimiento en mi relación con Mariana sucedió ese día, y lo demás fue el viejo estira y afloja que cada día más desgasta el hilo que nos une. Seguimos juntos por una razón bien sencilla, que es no querer dejar al otro. Y quizá podamos mejorar o quizá no, pero nos seguimos empeñando, que es más de lo que se puede decir a veces.

Otro hecho que recuerdo fue la tajante explicación de una especie de ex novia, que después de no ver en cinco años sólo atinó a explicarme su versión de por qué no terminamos juntos. Me sigue sorprendiendo la manera tan fácil en que algunas personas son capaces de juzgar la vida de otros y en un dos por tres reducir a una persona a nada. En mi versión de las cosas existe una diferencia entre las palabras y los hechos. Es una versión que me ahorré, porque no me gusta mostrar la gama de colores y sombras a quienes creen que la vida es color de rosa porque jamás han tenido que preocuparse por cosas esenciales, como conseguir algo que comer o un algo que proteja del cielo en un día cualquiera. En fin, no digo más, porque tampoco soy quien para juzgar la vida de otros y en un dos por tres reducirlos a nada. Eso sí, me queda claro, entre las palabras y los hechos hay una distancia que no cualquier persona es capaz de apreciar, y mucho menos reducir: eso llamado coherencia, que desde hace años es uno de mis objetivos, y en lo que creo no he fallado demasiado.

Entre las cosas buenas está que conservo algunos amigos. Cada vez menos. De hecho, se reduce a dos el número de aquellos que frecuento. Sigo, en general, en el mismo lugar y con la misma gente, como le dijo quien alguna vez iba a ser mi director de tesis a uno de esos dos amigos. Y lo que me pasma es que al parecer la vida seguirá igual. Creo que he perdido un poco de fe, después de que día con día la vida ha reducido a cenizas mi esperanza. Eso sí, conozco las cualidades del fénix, pero fuerza no tengo ahora.

Sigo sin conformarme, pero me contento con algunos detalles nimios, acaso hasta aburridos, como mirar una película o una serie en TV; como escuchar a Rogelio hablar de literatura (aunque lo vea cada mes); como cargar al hijo (ahora dos) de Iván (aunque los vea cada tres, cuatro o seis meses); como una de las cuatro tardes al año en que Mariana y yo llegamos a casa a no hacer nada; como caminar con mi perro y hablarle, mientras él centra su interés en el próximo árbol a orinar o en la pelota que guardo en un bolsillo del pantalón; como una taza de café por la mañana acompañada por un sandwich; como las dos o tres páginas que puedo leer a las 11 de la noche, cuando ya no hay cosas que se tengan que hacer y el vigor me alcanza poco menos de 10 minutos, esas páginas que a veces completo entre cabeceos y reticencias contra el sueño; como la voz de mi madre siempre pidiéndome ser feliz, o los gestos no siempre cordiales de mi padre, que se empeña muchas veces en recordarme que la vida es una y nada más.

Y resulta que al pensar en esto me doy cuenta de que tan mal no estoy. Que hay cosas que no he hecho, algunas que quizás no haré, y otras que deben seguir su curso, mismo que hasta el momento no ha sido tan detestable.

Cada inicio de año pienso en cosas que me gustaría que sucedieran y así se me van juntando muchas, demasiadas. Esta vez dediqué cinco minutos a anotar algunas, pocas, que a la vez si las consigo sé que serán muchas más que en años anteriores. Nunca se sabe, quizá mañana escriba desde otro país o aparezca colgado de un puente. Entre tanto sigo respirando y me procuro un motivo para sonreír al menos unos minutos de este día, que ya es de 2013...