martes, 7 de octubre de 2014

Mi historia tras el humo que se pierde

La primera vez que sentí el sabor del humo del cigarro tendría 5 años de edad. Por aquel tiempo vivía en casa de mis abuelos maternos, donde también vivían mi prima, 10 años mayor, y sus madre. No recuerdo si yo quería hacer todo lo que hacía mi prima, pero sí recuerdo que era una especie de hermana mayor, que solía incluirme en algunas de sus actividades, como cuando un galán que le no le interesaba la invitaba a salir.

Entre todos ellos, que tampoco eran muchos, estaba Charly, un gordito que a mí me caía a toda madre pero que nunca tuvo oportunidad con mi prima. Sin embargo, fue con él con quien ella quiso aprender a fumar.

"No le digas nada mi mamá, enano", fue la frase clave que me indicó que lo que estaba haciendo mi prima era un secreto, algo que seguramente podría llevarla a se castigada. No recuerdo si yo solía querer hacer lo mismo que mi prima, supongo que no, pero en cambio tengo clarísimo que mi respuesta fue: "Sale, pero también quiero fumar". De ese día en adelante, cada vez que salíamos con Charly mi prima fumaba un par de cigarrillos y yo le daba unas probadas. Obviamente no inhalaba el humo, únicamente lo contenía en la boca, disfrutando el sabor...

Tres o cuatro años más tarde, cuando vivíamos en Aguascalientes, algunos días de unas vacaciones de verano mi madre me llevó a la incubadora avícola donde trabajaba una de sus alumnas de inglés. Ella tenía una hermana o sobrina más grande que yo por unos años. Yo era un niño aún y ella entraba en la pubertad. Entre juegos y pláticas lejos de la gente, un día los dos nos confesamos haber "fumado". Y ahí, en algo que ahora descubro como una especie de escarceo romántico, decidimos volver a fumar. La diferencia, en esa ocasión, fueron algunos intentos accidentales por inhalar el humo.

Luego de eso, nada, e incluso llegué a odiar que algunos familiares fumaran. Recuerdo en particular, del lado de la familia de mi padre, negarme a llevar una cajetilla de la tienda a alguno de mis tíos o a mi abuelo. Recuerdo también haber pensado que era una bobada gastar cantidades ingentes de dinero en un vicio sin chiste.

Y así fue hasta el momento de ingresar a la preparatoria. Ahí sí comencé a fumar. Recuerdo que al principio, con uno de mis mejores amigos hasta el día hoy, compraba cigarrillos que tampoco aspirábamos, hasta que un día decidimos fumar de verdad. Y así se nos fueron muchas horas.

Después vendría la primera borrachera, también con ese buen amigo. Y así pasamos también largas horas. Creo que durante un par de años mis actividades de interés se redujeron a tocar la guitarra, beber y fumar. Y vaya que las dos últimas las disfrutaba como nunca antes había disfrutado algo.

Hasta hoy no sé explicar si lo que me gustaba del tabaco era la sensación de estar anestesiado, o el mareo luego de fumar un cigarro tras otro, o el sabor conocido en la infancia que tanto me había agradado, o buscar algo que formara parte de mi supuesta personalidad, o qué demonios... Tampoco sé explicar si era desinhibición, la sensación de mareo o cierta facilidad para hacer amigos lo que me agradaba del alcohol... Lo único cierto es que durante años gasté una cantidad ingente de dinero en un vicio que hoy me parece vacío y sin chiste.

Pero entonces no era así. Cada cantidad de dinero que conseguí se desvanecía en forma de cajetillas. Benson, Dunhill, Gratos y Viceroy eran mis marcas predilectas. Puedo asegurar sin temor a equivocarme que probé cerca de 100% de la oferta de cigarrillos que se produjeron en México entre 1996 y 2003. Y de toda esa oferta, mis favoritos entre todos eran los Viceroy rojos de cajetilla suave, más largos que los de cajetilla dura y con un sabor muy particular que no volví a percibir en ninguna otra marca: no era el sabor fuerte a quemado, sino que dejaba un ligero toque como de hierba, como de tabaco más fresco. A esa marca le dejé sin pena ni gloria más de la mitad del dinero que me daban mis padres y el que ganaba en trabajos eventuales.

La etapa de mayor consumo fue entre 1998 y 2001. Entre esos años mi consumo regular era de una cajetilla diaria. Y hubo temporadas de meses en que alcanzaba a fumar dos paquetes al día. Era joven, no tenía idea qué hacer con mi vida, tenía mucho tiempo libre y me sentía muy pinche bohemio. Además, ingresé a una escuela de "escritores" donde no sólo se permitía fumar en el salón de clases, sino que incluso te proporcionaban los ceniceros. Vaya pretensión la de los intelectuales de este país, pienso ahora. Pero en ese entonces lo disfrutaba. No tanto las clases, porque era muy estúpido como para darme cuenta que era parte de mi futuro lo que estaba en juego, pero vamos, tampoco me arrepiento demasiado; no, lo que disfrutaba era esa supuesta libertad de poder fumar, de hacer eso tan de mí que era quemar cigarrillos sin parar, en cualquier momento y en cualquier lugar. Y es que eventualmente hasta mis padres aceptaron mi vicio...

Fumaba al despertar, luego de comer, al salir a la calle, antes de conciliar el sueño, entre clases, al salir del metro, mientras estaba con la novia (conseguí una par que adoraban que fumara, no sé por qué), con cerveza, con café... y sobre todo cuando necesitaba concentrarme en algo.

Un día sin más decidí dejar de hacerlo. Entre 2002 y 2003. Recuerdo el malestar del primer intento. La sensación de cansancio. La falta de algo al salir a la calle o antes de dormir, algo para calmarme antes de algún examen en la universidad o previo a una actividad que me pusiera nervioso, algo para concentrarme al estudiar o al escribir. Esos eran los momentos en que realmente necesitaba de un cigarrillo. Y sin embargo lo dejé; tres meses, por lo menos, yo diría que seis (siempre me prometí llevar el conteo y nunca lo hice).

Después volví a fumar. Nunca con tanta intensidad, y en los años siguientes el consumo llegó a espaciarse por periodos de meses. Eso sí, en fiestas o bares, invariablemente, tenía que fumar. Eso no me lo quitaba. Y únicamente recaí en ciertos momentos de crisis emocional, nada más.

Hace un año asistí al concierto que Duncan Dhu dio en la ciudad de México. Fui con mi novia y dos grandes amigos. Estaba emocionado, me sentía de alguna forma feliz... Aunque adentro había un desastre natural de sentimientos: la sensación de no haber hecho nada de mi vida, la molestia por sentirme estancado en todos los apartados de mi vida, la tristeza profunda por la enfermedad incurable y progresiva que recientemente le habían diagnosticado a mi perro. Y sin embargo, durante casi dos horas de concierto en que no exorcicé ninguno de esos sentimientos, algo cambió y se me hicieron más llevaderos.

Cuando regresé a casa, entrada la noche, en ese departamento al límite de la ciudad, en un cerro que ya no habito, simplemente quise subir por mi perro y llevarlo a caminar un poco. Comenzaba a lloviznar. De camino compré un cigarrillo: un marlboro o un camel (las marcas más vendidas, nunca mis favoritas). Prendí un cigarrillo y aspiré a profundidad mientras miraba el cielo seminublado, húmedo y teñido por la luna. Fumé, aspiré tan profundamente como pude una y otra vez. Aspiré también mi tristeza, mi miedo ante la incertidumbre que parece siempre rodear mi vida, y decidí que al menos una certeza podría darme: no volver a probar un cigarrillo nunca más.

No recuerdo otra cosa. No recuerdo qué más pensé ni cómo apagué el cigarrillo. Recuerdo apenas lo que dije; y haber llorado.

martes, 25 de marzo de 2014

A manera de explicación a mí mismo (-quizá- parte 1 de varias)


Hoy he leído algunos blogs que solía revisar cotidianamente apenas hace un año. Visité también algunos otros que jamás me interesaron demasiado, pero que solía mirar pues hablan de literatura y eso, nomás por el tema, ya me parece algo bueno (aunque luego no lo es). Las cosas no van muy distintas de como estaban entonces, cuando escribí la entrada anterior de este blog, hace varios meses. Me quedó un mal sabor de boca y las ganas de alejarme por completo de todo lo que tenga que ver con el mundo literario y académico (que para mí son siameses).

Me pregunté entonces por mí: ¿Por qué ese deseo? ¿Por qué pocas cosas me llenan el ojo? ¿Por qué el rechazo? Pensé que quizá se debía a una suerte de frustración: por no escribir como quisiera (me refiero al tiempo que le dedico y a la calidad), o por seguir sin titularme a estas alturas del juego, o por no pertenecer a ningún grupúsculo, o porque incluso algunos pocos amigos que tienen interés en escribir ahora no son tan cercanos como antes (por alejamiento mutuo, me parecería justo decir).

Y sin embargo, creo que no se trata de eso. Escribo cuando tengo tiempo y ganas, porque muchas veces he intentado forzarme y nomás se me sale el buen humor para dejar bien instaladita a la frustración o el mal ánimo. No me he titulado porque tampoco me interesa demasiado decir algo más allá de mis pequeñas historias. No pertenezco a ningún grupúsculo porque en general me caga la gente y le cago a la gente, además de que no tengo tiempo para practicar la diplomacia (o hipocresía, según el grado de honestidad que cada quien tenga puede elegir). Y bueno, no sólo me he alejado y se han alejado mis amigos escritores, sino mis amigos en general, y cuento con muy pocos.

No soporto a la gente que habla a las espaldas de otros y es incapaz de decir lo mismo de frente (ahí se fue uno). No soporto a quienes padecen amnesia conveniente (ahí va otro). No soporto a quienes viven del pasado sin más y no se preocupan por generar nuevos recuerdos felices (ahí se fueron como cinco). Tampoco soporto a quienes no pueden ser ellos sin una gota de alcohol en la sangre (adiós a muchos más, incluso varios a los que ni siquiera alcancé a saludar).

En este momento del juego, carezco de todo interés en suponer que mi voluntad y mi interés deben primar por encima de los de los demás. Por eso sé que este texto es más bien como una especie de carta leída al espejo. Pocos se interesarán en lo que digo, como yo me intereso poco por lo que dicen algunos más. La razón: no me interesa leer nada que carezca de humildad y de vida, aunque sea el ejercicio de retórica más bello y completo que haya sido escrito. Y ahí radica la principal razón de mi falta de interés por el mundo literario y el mundo académico. No es privativo, en general en todos lados domina la dinámica del “posicionamiento” y la pretensión. Sé es más no según el conocimiento asimilado, sino según las lecturas que puedas presumir.

Creo que el conocimiento no viene de los libros, al menos no todo. Sin duda yo no sería el mismo sin las lecciones recibidas de Auster, Bernhard, Huerta, Vonnegut, Murakami, Pacheco, Gil de Biedma, Parra, Leopardi y muchos más (los nombres fueron dichos al azar)... En los libros de muchos escritores hay algo que todo mundo puede tomar para su propia vida. Y sin embargo, seguiré prefiriendo pasar dos horas de mi vida con mi novia, con algún amigo, con mi perro, con algún desconocido, ahí en las diversas circunstancias de donde según yo brota el único sentido de la vida, que leyendo o releyendo o mirando o reseñando. (Curiosamente son los textos que eso retratan los únicos que me interesan.)

A veces cuando voy por la calle me imagino de qué irán las vidas de las demás personas: por qué esa chica mira con languidez y tristeza, siendo tan bella; por qué ese señor lucirá tan de malas; por qué aquella otra señora se muestra tan petulante... A veces m pregunto si al mirarme alguno de ellos puede adivinar de qué va mi vida, así como yo hago suposiciones de ellos.

Por lo general ni yo mismo sé de qué va mi vida. Ya no soy aficionado al alcohol y a la nicotina, pero aún hay días en que no tengo más deseo que llegar a casa y beber una cerveza con clamato. No me siento frustrado ni mi mayor aliciente es estar en casa mirando el televisor, y sin embargo hay días en que hago hasta lo imposible por llegar a ver la continuación de una historia (llámese serie o llámese siguiente jornada de futbol). Tengo pocos amigos, con los que puedo platicar, reír, comer, escuchar, e incluso, aunque ya casi no, hacer planes a futuro (y agradezco a Dios o a la energía universal o a la puta vida, que la estafeta del “amigo que me insiste en que escriba” siga de mano en mano y hoy se encuentre en la mano de R., que ojalá siempre me insista en su forma sincera y a modo de invitación, respetuoso a veces al grado de la asepsia cuando en ocasiones también se requiere algo un poco virulento).

Creo que tampoco soy autocomplaciente, no tanto como antes, gracias al temor que me provoca perder la vida en la nada. En fin que, como todo monólogo interno sin intención dramática, esto no se dirige a ninguna parte. Quizá, si acaso, puedo sacar en conclusión que no me ha ido tan mal en eso de vivir y dejar que los demás vivan, o mueran, según su gusto y afición. La gente que quiera estar cerca puede estarlo, no pienso juzgar, si algo no me parece y hay confianza, lo diré, si no, me alejaré. Y ya ni siquiera pido lo mismo. Y de igual forma, puedo dar mi amistad a quien no se preocupe por demostrar que es más que nadie, sino simplemente un ser humano que ha coincidido en este espacio y este tiempo conmigo y mucha gente más...