miércoles, 21 de enero de 2009

Martes, 11:45 pm

Hasta hace unos minutos pensé que compartía con mi perro un acuerdo tácito: cada quien comería la parte de la tartaleta que al otro no le gusta. Permítaseme una digresión: me gustan esas galletas que tienen un centro de jalea o mermelada de piña o fresa, rodeado de la pasta común de las galletas. Hay quienes las comen sin ningún reparo en el centro y las muerden como si fuera cualquier otra cosa. Yo soy de los que comen primero los bordes para dejar el centro, lo que considero más sabroso, hasta el final, incluso llego a comer la base del centro para dejar la jalea en el estado más puro posible. Lo importante no es mi costumbre de mesa, sino que instantes atrás caí en cuenta de que nunca antes le había dado a probar el centro a mi perro, debido sobre todo a su regular inapetencia con comida de similar textura. Decidí averiguar y me di cuenta de la falsedad que había vivido: en los siete años y medio que lleva conmigo, siempre me había comido una parte que a él también le gusta.
Comencé a pensar sobre lo que conozco y lo que no, sobre lo que creo conocer y me sorprende lo contrario. Incluso aquello que uno piensa conocer, de un momento a otro, se revela como desconocido. En ocasiones puede ser terrible darse cuenta de que la persona de quien suponías saber todo o casi todo no era sino un verdadero extraño, alguien ajeno, distante. Así pasa con todos: somos un mundo lleno de mundos, de pequeños individuos que nunca llegan a conocer a otro -menos a otros. Porque a final de cuentas uno nunca termina de descubrir a una persona, sea a otro o aun a sí mismo, y basta un cambio de nota, una variación en los acentos para que las cosas muten, a veces a su opuesto radical.
Será que mostramos sólo una parte, aquello que queremos compartir. Pero también puede ser que sólo veamos lo que queremos ver, lo más hermoso, lo que no lastima (hasta que lo hacemos evidente).
Estamos, pues, condenados a una eterna soledad falseada.
Yo no me muestro fácilmente. Y resulta paradójico que aquí lo haga con mayor libertad y ligereza que en la vida diaria y con la gente con la que convivo. ¿Será ese lector informe, ese desconocido que puedo ser yo mismo, que seguro soy yo mismo (porque el desconocimiento del otro no se reserva sólo a los otros), lo que genera un espacio de confort y me permite hablar?
No lo sé, como no sé muchas cosas, demasiadas de mí, brutalmente exageradas si hablo de otras personas.
Yo soy más yo aquí de lo que soy en otras partes. Pero sé que también mi yo blog es fraccionario, inestable. A final de cuentas tampoco puedo asegurar que lo que leen sea yo en estado más natural, yo proveniente de donde soy nativo. Al menos espero que no sólo sea esto, que siempre quede algo que escape a la palabra escrita mientras viaja de mi mente al teclado, porque de lo contrario querría decir que mi vida y mi persona son demasiado aburridas. Pero vuelvo al punto: no puedo afirmar ni negar nada.
Soy yo, pero no soy yo, porque incluso a mí mismo sigo apareciéndome de vez en cuando como el más terrible de los desconocidos, sin cara ni actitudes amigables, sin concesiones ni consentimientos, con rabia, con rencor, con un dejo de incertidumbre y extrañeza, hasta llamándome hijo de puta, aunque casi siempre me perdone.

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