martes, 28 de junio de 2011

Esta maldita enfermedad de la nostalgia

Durante los últimos días, en medio de un rayo de sol que me deslumbra, mientras acaricio a mi perro, durante esos cinco minutos imaginarios que aguardo antes de entrar a casa, pero sobre todo al despertar, al abrir los ojos en la semioscuridad de un día nuevo, un día más de esta vida que se siente a veces vieja, he recordado el ambiente del cuarto oscuro donde pasé tantas horas contento, recluido en la oscuridad de mis pensamientos y en la luminosidad de las imágenes, buenas o malas, que podía captar con la cámara fotográfica que en vida me heredó mi padre (la mejor herencia suya, hasta el momento). Puedo ver mis manos en las tonalidades que les daba la luz roja; olfateo el olor de los químicos para revelado y evoco lo difícil que me resultaba colocar la película en los carretes. Pero sobre todo, la mejor parte, era el tiempo usado en la ampliadora; esos cuantos segundos en que un haz de luz fijaba en la porosidad del papel la imagen que antes se me había revelado a través del visor de la cámara. Imagino mi rostro iluminado por esa luz y soy feliz. Después venía el revelado de papel, el remate de un buen sentimiento, de una sensación de completud que hasta la fecha no ha tenido parangón, salvo quizá en la escritura, y aún así podría dudarlo. No lo sé, pero quizá algún día, como tantas cosas que ya no suceden, vuelva a estar en ese sitio donde el tiempo perdía sus propiedades.

2 comentarios:

Rogelio Pineda Rojas dijo...

La luz entre las manos es un placer que pocos pueden tener. Lo entiendo. Un abrazo, JJ.

JJ dijo...

Tener luz entre las manos, esa será la meta.
Un abrazo de vuelta, mi estimado R.