martes, 15 de enero de 2013

Anzuelo #2

Miré a lo lejos, tan lejos como podía, y contemplé una iglesia, todavía oculta por el polvo de una fábrica de algodón; según el plano de la ciudad, debía de ser baptista. «La carta ha tardado mucho –dije–. ¿Se habrá muerto entretanto?» Una vez, en una gran cima rocosa, había buscado a mi madre al caer la tarde. De vez en cuando mi madre se ponía melancólica, y yo pensaba que si no se había arrojado al vacío simplemente se habría dejado caer. Yo estaba de pie sobre la roca y miraba hacia abajo, al pueblo, donde empezaba a anochecer. No vi nada especial, pero unas mujeres que estaban juntas, con los bolsos de la compra en el suelo, como si se hubieran llevado un susto y a las que se unió todavía alguna más, hicieron que volviese a buscar jirones de ropa en los salientes rocosos. No podía abrir la boca porque el aire me hacía daño: el miedo había hecho que todo se hundiera profundamente a mi alrededor. Entonces se encendieron las luces del pueblo y algunos coches comenzaron a circular con los faros encendidos. Allí arriba, en las rocas, reinaba un gran silencio y sólo los grillos seguían cantando. Me sentí cada vez más abatido. Se encendieron también las luces de la gasolinera de la entrada del pueblo. Sin embargo, ¡todavía no era de noche! Las gentes andaban más aprisa por la calle. Mientras daba unos pasos por la cima observé que alguien se movía entre ellas muy despacio y reconocí a mi madre, que en los últimos tiempos lo hacía todo muy lentamente. Tampoco atravesaba las calles por el camino más corto, como antes, sino que las cruzaba en una larga diagonal.

Peter Handke, Carta breve para un largo adiós, Alianza, pp. 17-18.

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