miércoles, 25 de julio de 2007

Giacomo Leopardi

Quisiera poder ofrecer una buen resumen biográfico de él, o al menos piratearme uno decente, pero no lo encontré. Además, creo que más allá que lo que otros hallan escrito sobre él, o lo que yo pueda decir, la mejor carta de presentación es su obra. Sólo diré que nació en Recanti, Italia, en 1798 en una familia aristócrata. Siempre se dedicó a estudiar, aun a pesar de debilitar su salud por ello. Es desilusionado y pesimista. Murió en 1837 en Nápoles. A partir de lo que he leído de él, puedo decir que me parece un chingón al que me hubiera gustado conocer, una de esas personas que probablemente me hubiera caído bien. Entre sus obras están Zilbaldone di pensieri y I canti (Los cantos). De estos últimos, en la edición de Ediciones 29, tomo un fragmento, las dos últimas estrofas del poema "A Aspasia" (Aspasia). Es un canto lleno de lo que vulgarmente llamamos ardor, que incluso alguna vez pensé dedicar a alguien.

A Aspasia

(...)Ni tú hasta ahora jamás lo que tú misma
inspiraste algún tiempo a mi pensar,
pudiste, Aspasia, imaginar. No sabes
qué ilimitado amor, qué ansias intensas,
qué indecibles impulsos, qué delirios
moviste en mí; ni tiempo alguno llegará
que llegues a entenderlo. Del mismo modo ignora
el virtuoso de musicales conciertos
lo que con su mano o con la voz despierta
en quien escucha. Ha muerto aquella Aspasia,
que tanto amé. Yace por siempre, objeto
de mi vida un día: si no en cuanto
apenas como un sueño querido, a veces
torna y vuelve a desaparecer. Tú vives
no sólo hermosa aún, sino tan bella
a mi parecer, que superas a todas las demás mujeres.
Pero aquel ardor, de ti nacido, ha muerto:
porque yo no te amé a ti, sino a la diosa
que un día vida, ahora sepulcro, tuvo en mi corazón.
A aquella adoré mucho tiempo; y si me agradaba
su celestial belleza, si de un principio,
claro conocedor de tu carácter,
de tus artes y engaños,
yo veía en los tuyos sus bellos ojos,
ardiente te seguí mientras ella vivía,
no ya engañado, sino por placer
de aquella dulce semejanza, dispuesto
a soportar, tan áspera y tan larga servidumbre.

Puedes envanecerte. Cuenta que sólo
eres, de tu sexo, aquella a quien doblar consentí
mi cabeza altiva, a quien di con gusto
mi corazón indómito. Cuenta que fuiste la primera
y la última, espero, en ver mis ojos
suplicantes, y que ante ti,
tímido, tembloroso ardo al decirlo
de desdén y de rubor, enajenado de mí mismo,
cada deseo tuyo, cada palabra, cada acto
espiaba sumiso, a tus soberbios
desdenes palideciendo, alegrando el rostro
a una expresión cortés, a cada mirada
cambiando de forma y de color. Cayó el encanto,
y destrozado con él, a tierra arrojo
el yugo: esto me alegra. Y aun cuando lleno
de tedio, al fin, tras esta servidumbre,
tras tan larga locura, contento abrazo
cordura con libertad. Que si la vida,
privada de afectos, y de bellos errores,
es noche de invierno sin estrellas,
ya del hado mortal es bastante
consuelo y venganza, que sobre la hierba
aquí tendido, inmóvil, anhelante,
el mar, la tierra, el cielo mire y me sonría.

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