domingo, 22 de julio de 2007

Sueños

Tomé el metro dirección al sur y un hombre viejo abordó el mismo vagón que el mío. Es el mismo campesino que desde hace años he visto varias veces en mi facultad, el mismo que he encontrado en otros vagones de metro, en el centro de la ciudad, ofreciendo un papel donde explica las razones por las cuales pide dinero. Hace más de un año que no leo lo que dice, pero me imagino que es igual. Estábamos por llegar a la terminal Universidad y el anciano no consiguió una moneda. Suspirando, se acomodó en un asiento libre y no faltó alguien que lanzó una mirada desaprobatoria.
De regreso, me dirigí al Centro. En el vagón me distraje observando las curvaturas y líneas de unos labios que provocaban besarlos de todas las formas que uno pudiera imaginar. No eran unos labios perfectos, bañados de brillo y pintura cereza, un tanto gruesos y entreabiertos, como con vida propia, como si algo dentro de la boca los empujara delicadamente hacia afuera, floreciendo para hacer más evidente la necesidad de ser besados. Empatan con los míos, pensaba, pero me distrajeron, primero un joven ciego que desentonaba una canción desconocida y pedía dinero en un vaso que, pienso, no aumentó su contenido. Después entró un niño de quizás diez años, vendiendo discos. Con la ropa casi transparente.
No vi más los labios, y un cúmulo de ideas desordenadas llegó a mi cabeza. Pensé primero en algunas personas que casi sólo se preocupan por cada cambio de temporada y en aquellas que corren para llegar a las rebajas. Me pregunté cuál sería el precio que pondrían a la camisa azul cielo-nublado del niño que, por cierto, tampoco consiguió vender nada; y cuántas de esas podría comprar la chica que salió llena de bolsas.
Recordé las razones por las cuales me odio tanto a mí como al resto del mundo. O mejor dicho, por qué la especie humana me resulta sinceramente despreciable. He sido afortunado y nunca he tenido hambre, hambre de verdad. Antes pensaba que de alguna manera podrían solucionarse los problemas de la humanidad. Pero ahora sé que sólo se van a resolver cuando hayamos desaparecido. La Historia me apoya, o al menos no me contradice. Recuerdo "12 monos", una película que me gusta mucho salvo por una razón: los humanos sobreviven.
No amo mi patria. Me acordé a José Emilio Pacheco. Y pensé en la bola de egoístas que nos gobiernan. Porque su problema no es la inteligencia. Dudo que cualquier pendejo pueda llegar a donde están. Inmediatamente, como en contraposición, pensé en varios personajes que de cierta forma admiro. Muchos de ellos han sido “perdedores” en sus luchas, ya sea porque nunca alcanzaron la meta 100%, o porque murieron asesinados, o fueron encarcelados; aunque en verdad lograron cambios, quizás no tan visibles, pero acaso más profundos. Algunos, no todos, hay variedad.
Pero me resultó inevitable pensar en mi carrera: Estudios latinoamericanos. Pensé en la historia de América latina y carajo!, cómo duele! Pensé en muchos compañeros, no tanto en personas en específico sino en los estereotipos que agrupan a varios de ellos y lo poco elaborado y débil que puede ser un discurso y su supuesta ideología. Pensé en toda la gente que ha levantado un arma por no hallar otra salida y entonces afirme mentalmente: si me dieran a elegir un modelo para la creación de un nuevo hombre y los candidatos fueran algunos de los revolucionarios más admirados por mis compañeros y un desconocido sacerdote adherente a la opción por los pobres, seguramente escogería al último. Sonreí al imaginar la indignación que podría provocar en algunas personas. Y es que aunque ambos buscaban un mismo objetivo y en varios niveles convergían, los segundos, hasta donde sé, no regresaron los golpes de asesinato. Esa es la línea que separa a quienes puedo admirar de quienes no.
Recordé a varias personas que me han llamado iluso o idealista, usando este término como si fuera una ofensa o una virtud propia de un niño de cinco años. Volví con algunos compañeros de carrera -está vez si había ciertos rostros-, que son la clase de personas que al leer los primeros párrafos de esto, pensarían que sí, que abajo la burguesía y a arriba los pobres; la clase de personas cuyo reduccionismo es tal que hacen una apología de la pobreza y poco les falta para decir “seamos pobres todos!”, lo cual me parece ni siquiera digno de calificar como estupidez.
Si yo quisiera algo, no sería que la chica llena de bolsas no pudiera comprarse cantidades industriales de ropa, sino que cada ser humano tuviera las mismas posibilidades. Y casi escuché a uno de mis hermanos economistas diciéndome, pues sí, pero la realidad es otra... Quisiera no ver a ningún otro niño con ropa raída, a ningún campesino pidiendo limosna (es irónico que quienes alimentan al mundo, siempre han sido los más jodidos, eso si es un pinche humor demasiado negro). Quisiera, en última instancia, que los hombres pudieran ayudarse y que se desarrollase el intelecto a punto tal que el ser humano fuera un animal completamente libre de sí mismo, e incluso de cualquier institución (ya me salió lo anarquista, por cierto, una de las pocas corrientes “políticas” y filosóficas que me han agradado).
En fin, sé que quiero un imposible. Y justo al pensarlo, llegué a mi destino. Me puse mi coraza de indiferencia lleno de contrariedad y con cierto odio hacia mí por saber que he perdido mucha esperanza y la he volcado en dicha indiferencia, porque aunque no baje los brazos no sé por dónde habrá respuesta y sólo sé que, aunque sea un poco, toda mi vida voy a seguir creyendo que las cosas pueden ser distintas. Salí del metro a olvidar mis divagaciones. Recorrí las calles y cumplí mi objetivo de comprar un par de series de TV y un CD para un amigo. Y aunque tardé mucho tiempo en guardar dinero para hacer esas compras, cuando horas más tarde comía en el barrio chino y recordé mis pensamientos subterráneos, no pude evitar cierta molestia y la comida se volvió insípida. Con pocas ganas, cumplí otra de mis costumbres y compré un billete de lotería para seguir alimentando otros sueños sin sentido, como enriquecerme de un día a otro, como largarme del país a Canadá, o a cualquier lugar donde hasta los pobres luzcan bien... cualquier sitio donde no vea la decadencia que veo en mi ciudad (a veces me engaño pensando que puede haber lugares sin decadencia)... y repasando todo lo que pensé mientras caminaba de regreso, y horas más tarde cuando volví a pensarlo y ahora que lo escribo y escucho “Hoy hace un buen día” y entro más en contradicción, el sentimiento vuelve a ser una impotencia desesperada y el desprecio declarado por la especie humana.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Amén!.