Iba con prisa, casi corriendo. Una voz me preguntó la hora. Miré el reloj. 12:05. Antes de dar respuesta levanté la mirada y me encontré con una cara llena de surcos. La mujer también levantó la mirada y nuestros ojos se encontraron. 12:05. Gracias, joven.
Caminé despacio. Traté de recordar cuándo había sido la última vez en que alguien me preguntó la hora y le conteste a los ojos. Generalmente respondo en movimiento, dando un vistazo rápido a las manecillas en mi muñeca, apenas disminuyendo la velocidad de mis pasos y soltando la marca del tiempo como si se tratara de cualquier cosa.
No sé en qué momento la vida comenzó a acelerarse. No sé en que momento el tiempo me llenó de su ausencia. Los minutos se acortaron. Los años pasan más rápido después de los veinte, dijo Raziel horas más tarde. Y es hasta este momento en que veo la circularidad del día. Porque en la mañana una simple respuesta me hizo pensar en el tiempo que empezó a desaparecer sin darme cuenta, llenándome de una prisa que parece eterna y cada día más urgente; una prisa que no deja espacio para nada, que requiere y que consume, que exige más espacio para su existencia, aunque al final sólo haya logrado hacer una parte de lo que me hubiese gustado realizar en la jornada. Y casi al terminar el día, mientras disfrutaba un reencuentro largamente anunciado, mi primo dijo acertadamente que después de los veinte los años se van más rápido. Y a partir de su comentario comencé a preguntarme cómo sería a los treinta, a los cuarenta y lo que espero sea un largo etcétera.
Caminé despacio. Traté de recordar cuándo había sido la última vez en que alguien me preguntó la hora y le conteste a los ojos. Generalmente respondo en movimiento, dando un vistazo rápido a las manecillas en mi muñeca, apenas disminuyendo la velocidad de mis pasos y soltando la marca del tiempo como si se tratara de cualquier cosa.
No sé en qué momento la vida comenzó a acelerarse. No sé en que momento el tiempo me llenó de su ausencia. Los minutos se acortaron. Los años pasan más rápido después de los veinte, dijo Raziel horas más tarde. Y es hasta este momento en que veo la circularidad del día. Porque en la mañana una simple respuesta me hizo pensar en el tiempo que empezó a desaparecer sin darme cuenta, llenándome de una prisa que parece eterna y cada día más urgente; una prisa que no deja espacio para nada, que requiere y que consume, que exige más espacio para su existencia, aunque al final sólo haya logrado hacer una parte de lo que me hubiese gustado realizar en la jornada. Y casi al terminar el día, mientras disfrutaba un reencuentro largamente anunciado, mi primo dijo acertadamente que después de los veinte los años se van más rápido. Y a partir de su comentario comencé a preguntarme cómo sería a los treinta, a los cuarenta y lo que espero sea un largo etcétera.
De vez en cuando me doy tiempo para la contemplación. Y sé que lo hago mucho más que la mayoría de la gente que conozco. Por las razones que sean, ahora aun puedo hacerlo. Y lo único que quiero es no perder eso en los años venideros. No puedo decir que me preocupa. Lo importante es usar bien ese tiempo, detener de vez en cuando la prisa para ver un rostro que no puede ser más que el de una anciana mexicana, para degustar una cerveza con la familia o los amigos (que en mi caso son lo mismo) sin preocuparme por la tesis o la falta de trabajo, o simplemente para sorprenderme de nuevo al sentir mi corazón y ser perfectamente conciente de la forma en que respiro. Disfrutar esos pequeños detalles son las cosas que brindan el balance positivo del cual he hablado aquí antes. Un balance positivo al día. Un disfrute de las cosas. Un aprovechar el tiempo. El tristemente manoseado Carpe diem.
2 comentarios:
si quieres en un año te digo como pasa el tiempo a los 30 ,jajajajajaja saludos carnal
Pues va, aunque eventualmente voy a averiguarlo, siempre es bueno saber experiencias ajenas.
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